Risueña, sencilla y afectuosa. Más que hecha a la idea de que siempre la llamarán Julia por su papel en ‘Verano azul’. En la salud y en el teatro, defiende lo público
Espectadora de bien, de joven solía sentarse en un banco de la madrileña Calle Princesa, cerca del piso en el que había nacido. “No era tan famosa, pero me ponía unas gafas oscuras. Me quedaba allí a ver qué cara llevaba la gente, si habían comprado muchas cosas, si estaban contentos o no”, cuenta María Garralón. Luego tocaba la tarima, de la que se bajaba por las noches; si su vecina la veía volver muy cansada, le ofrecía un plato de sopa en su casa. Son recuerdos que echa de menos. “Ahora, como te quedes sin sal, cenas soso”, comparte desde la risa.
Ese teatro del aquí y ahora sigue reptando por la tripa de esta actriz de 60 años cuando tiene que salir ante el público. Sin embargo, le gustaría que la llamaran de vuelta a la televisión, un medio que siente como su hogar. “Estoy orgullosa de las cosas que estamos haciendo ahora porque son geniales”, anota sin escatimar alabanzas hacia El tiempo entre costuras, la última serie a la que se ha enganchado. Hay pocos obstáculos que paren sus pies y sus manos, con las que –muy a pesar de unos capataces de albañilería– retiró hace poco la valla del Teatro de la Comedia para conocer de primera mano cómo iban las obras. “A ver si lo acaban de una vez”, se lamenta.
A ratos con la mirada atrás y otros con la vida por delante, la veterana actriz disfruta sorprendiéndose a sí misma. Después de toda una juventud rechazando quitarse la ropa ante el público, acabó dando el paso este año en Las chicas del calendario. “Me dijeron que no sería un desnudo de verdad porque disponía de una jarra y una taza para taparme, ¡pero la taza era muy pequeña y tenía que ser muy hábil!”, ríe. Solo una pizca de timidez en la naturalidad más acogedora: esa es la mezcla que rebosa aquella que dio vida a la atemporal Julia, la pintora de Verano azul.
– Con lo que está de moda presumir de estrés, ¿cómo es que se ha venido a vivir al campo?
– Soy más de asfalto, pero agradezco esta paz. Madrid, aunque es una ciudad preciosa, consigue llegar a ponerme nerviosa: entre la gente, las sirenas y demás, dan ganas de gritar hasta que todo el mundo se calle. También echo de menos cómo era antes: si te preguntaban por una calle y te venía bien, acompañabas a quien fuera. Ahora hay un clima de desconfianza que me entristece, como si todos tuviéramos miedo de todos.
– ¿Qué cara se le quedó a los espectadores que la encontraron hace poco, de tú a tú, en el microteatro?
– Colarme allí fue una experiencia entre maravillosa y surrealista. Solía ir a ver a mis amigos actuar en él y siempre pensé que era muy divertido, pero no muy adecuado para mí, porque tengo un poco de claustrofobia. Y sí, resultó agobiante a ratos, pero nunca digas de esta agua no beberé. Me gustó mucho la historia que me presentaron, Tribulaciones de un gigoló, y pensé que debía hacerla. Vi que era una tragicomedia donde pasaría de la risa al drama en segundos, y dije que sí: es el género que me más me gusta. Me lo pasé muy bien, es toda una experiencia actuar tan cerca del público.
– También la hemos visto estos últimos años interpretando cortometrajes con autores noveles. ¿Disfruta de las pequeñas producciones?
– La ilusión me hace ilusión. Disfruto viendo a la gente implicada con esto, entre otras cosas, porque mi hijo sueña con dirigir y hasta he trabajado con él. Me gusta que les vaya la vida en el corto. Yo hablo con los compañeros de mi quinta y siempre me desaniman diciendo que esto ya no es lo que era. Por eso procuro que la gente que empieza y tiene tantas ganas me estimule muchísimo; sobre todo, para no perder las mías.
– ¿Ha desistido ya de que le dejen de preguntarle por la pintora Julia?
– ¡Me llaman Julia por la calle y me vuelvo! Está claro que me quedo así. Después de Verano azul sí me preocupó, porque lo noté en el trabajo. Muchos directores temían que me relacionarían con la serie y los que sí me llamaban me proponían papeles opuestos a todo lo que yo era, sobre todo, para cargarse el mito de Julia: no tanto como hacer desnudos, pero casi. Dije que no, obviamente. Al final, acabé tirando poco a poco del teatro hasta que volví a la normalidad. Otra cosa es la gente. Ya puedo hacer de la reina de Portugal o de Frankenstein, que siempre seré Julia.
– Y de Doña Inés, ¿queda algo por ahí?
– ¡Ha pasado tanto tiempo! Mis hijos tenían la cinta del Don Juan y fui a recogerla hace poco, no fueran a andar utilizándola para reírse de mí… Además, quería volver a verla. Lo recuerdo con mucho cariño, entre otras cosas porque se llevó un montón de premios que yo no esperaba. TVE realizaba esos montajes como parte de un programa para la Unión Europea y salían cosas muy graciosas. Antonio Mercero era y es un genio.
– ¿Encuentra algo en común entre todos los papeles para los que la reclaman?
– Pues sí: aunque sean diferentes, en todos hay un toque de bondad. No me importa hacer de mala, y a veces me toca, pero siempre acaban aflojándome y dándome ese giro con el que me atribuyen un buen fondo.
– ¿Está todavía por escribirse el personaje perfecto para usted?
– Voy a pensar que sí.
– ¿Cuál es la consecuencia de meterse, cada noche, dentro de tantos hogares?
– Lo notas al día siguiente. Vas a la compra y te dicen “¡anda que ayer…!”, pero siempre lo he llevado con naturalidad. Mi vida personal es sencilla, la paso con mis hijos y mis amigos y me gusta lo que nos gusta a todos: el cine, la música, pasear y charlar. En el teatro sí siento el vértigo, cuando tengo una sala de mil butacas y estoy detrás del telón oyendo el murmullo al otro lado. En la tele lo intento hacer bien, que guste mi trabajo, pero es verdad que faltan esos nervios.
– Cada vez hay menos series que apuesten por la comedia como lo hacía ‘Farmacia de guardia’. ¿Le llegó su hora a ficciones como esa?
– Yo creo que son ciclos. De repente llega alguna producción de humor, se pone de moda y sacan una en cada canal, y así con las históricas y con todo. Cuando hice Compañeros había un montón de series de colegios y niños. La clave de esto son los guionistas y los escritores, que a veces escriben cosas maravillosas y alguien tiene la luz de invertir en ello. Luego están las guerras de las cadenas, pero desconozco esa política.
– No solo la convocaron, hace poco, para el aniversario de ‘Verano azul’, sino que le tocó volver a visitar la botica de los Cano. ¿Le entra la nostalgia con estas cosas?
– Mucho, porque yo tengo muy buenos recuerdos de todos mis trabajos. Se hacen muchas cosas en Nerja y basta que toquen una palmada para que vayamos allí corriendo, pero solemos ser siempre los mismos: el director y los actores. Cuando celebramos los 30 años de la serie llegó gente de todo el equipo técnico, que no había visto desde los rodajes, y no me lo podía creer. Fue muy bonito, como si no hubiera pasado el tiempo. Todo un “decíamos ayer”.
– ¿Le salen maneras de madre cuando trabaja con actores mucho más jóvenes?
– Dicen que soy un poco madre, ¡pero no lo pretendo! Sí creo que los más nuevos no se prestan tanto a aceptar consejos y me resulta raro, porque yo estaba encantada de aprender de los mayores. Miraba embobada cómo se movian, cómo se quedaban ante la cámara. En el teatro me acababa aprendiendo el papel de todas las veteranas. Hoy los actores se preparan de una manera más elaborada, eso es cierto, pero nosotros sabíamos escuchar y, sobre todo, hacíamos muchas giras. Ahora se hacen bolos, que no es lo mismo: nosotros nos íbamos al sur y nos despedíamos de nuestros padres, a los que no veíamos hasta que nos los cruzábamos de camino al norte.
– Solía lamentar no haber hecho cine y ae llamaron, nada menos, para ‘La voz dormida’. ¿Se quitó por fin la espina?
– Pues sí, porque, aunque mi papel era pequeño, admiro mucho a Benito Zambrano. Había hecho con él una prueba, pero era para un personaje mucho más escuálido que yo, así que no hubo manera. Cuando me llamó me hizo mucha ilusión, porque pensé que eso no iba a suceder nunca. Y yo encantada de trabajar siempre, sea un papel largo o corto.
– ¿Qué hace cuando no suena el teléfono?
– Si se lo preguntas a mis hijos, te dirán que más vale que suene, porque me suelo volver insoportable. Me pongo nerviosa y me encierro en casa: me da la sensación de que me han olvidado y me da pena. Intento ser optimista y pensar que algo habrá, ¡aunque me toque hacer de tía, de madre o de abuela! Un compañero me dijo en cierta ocasión que, cuando se pongan de moda las series de jubilados, allí nos iremos nosotros.
– Aprovechando que estrenó ‘El hotelito’ en el Fernando Fernán-Gómez, mójese un poco. Los teatros, ¿públicos o privados?
– Me parece una barbaridad lo que se están planteando hacer con las salas de Madrid. Las ciudades y los países deben tener su teatro nacional y sus teatros públicos, donde se hagan las obras y los grandes montajes, bien hechos, como corresponde desplegar en esos teatros. A mí, con lo de privatizar se me abren las carnes.
– ¿Qué debemos aprender de situaciones como la que vivimos hoy, en la que se desmerece tanto nuestra industria cultural?
– Lo que está sucediendo es tristísimo. Que no se otorgue a la cultura la importancia que tiene y se la esté tratando de esta manera es un flaco favor para los que vienen después de nosotros. Mi hermana trabaja en un hospital de Madrid, ¡público, por cierto!, y le digo: “cuídamelos del cuerpo, que del alma me encargo yo”. La cultura es el alma de la gente y nos la están quitando. Que te dé un vuelco el corazón por haber visto una escultura, un concierto o una pintura es magia, y no se pueden llevar eso. Porque, si no, ¿con qué nos quedamos? ¿Con el euro? Espero que quienes tengan esto en sus manos se lo piensen dos veces.
Algo personal
Un recuerdo que preferiría borrar: Cuando la gente que quiero se va
Una victoria colgada en su pared: Mi día a día, la vida misma
Una manía inofensiva: Fumar, pero que no se enteren los jóvenes
Un piropo que no olvidará: Los relativos a mis ojos
Fuente: Aisge
© Fran Pastor | Madrid
Fotografías: Ángela Romero